Roberto Freijo

Vino de Lugo con sus padres, del pueblo de Doncos, cerca de Becerreá. La familia abrió en Ponferrada una carnicería, y allí creció Roberto Freijo como lo que siempre fue en la vida: un hombre educado, fumador, bondadoso y elegante. Con una ternura no siempre detectable al fondo de sus costumbres de hombre de su tiempo. De cuando los caballeros disimulaban bastante los sentimientos. De cuando tenían que ser siempre severos e infalibles.

Fue amigo de mi padre desde la juventud, eran de parecida edad y tuvieron que vivir algunas aventuras menores en la ciudad, los dos solteros y calvos incipientes, y además Roberto con bigote. Un buen día se casó con mi prima Carmen, que también es mi madrina, y que vive en Ponferrada ya con muchos años, pero que ahí sigue, pastoreando a sus hijos y sus nietos. Y en Carmina continúa la memoria de Roberto, aquel marido de voz muy grave, como de un bajo búlgaro, que murió hace ya muchos años, de un infarto creo. En la ciudad de la lluvia y los últimos mineros.

Roberto tenía un empleo original, y único en la ciudad. Porque era el encargado de elegir las películas que se verían en los cinco cines que llegó a tener Ponferrada, los cinco programados por él, a las órdenes de su jefe, Adriano Morán, al que en estas fechas le dedica una exposición la Casa de la Cultura. Adriano Morán, el gran empresario que salió de la nada, que empezó siendo panadero, y al que yo recuerdo, ya setentón, en el despacho de mis tíos abogados Celso y José Ramón López Gavela. Un Adriano Morán que era rico y que para mí también era diferente a los demás ricos, por ser el dueño de los cines Adriano, Morán -poca imaginación hay ahí- y también del Sil y del Edesa, aparte de ser arrendatario del teatro Bérgidum. Por cierto, mi abuelo Segundo tenía una pequeña participación del Edesa, que compró en los primeros años 30, cuando se abrió aquel teatro y cine que sería el más célebre de Ponferrada, el más céntrico y con una cafetería grande y acogedora, a la que iban por las noches algunos poetas románticos que escribían poco y mal, pero que soñaban mucho y bien mientras miraban por los ventanales que daban a la plaza de Lazúrtegui.

Mi primo político Roberto Freijo se convirtió para mí, de repente, en una especie de semidiós de la ciudad. Fue justo cuando supe cuál era su tarea. A partir de entonces yo lo miraba como si él trabajase en parte en los altos del cine Morán, que allí estaban las oficinas de la empresa, y en parte en Hollywood. Yo era pequeño, yo no entendía muchas cosas, pero sí creía que Roberto tenía trato directo con la Metro Goldwyn Mayer o con la Paramount, a la que le pedía las películas más interesantes. Y además, y por si fuera poco, Roberto Freijo conocía a Charlton Heston, y a Sofía Loren.

Un día fui a verle a aquella oficina, donde había carteles de películas, y luego me enseñó los proyectores del cine. Yo creía estar fuera del mundo, rozando el corazón de los sueños y de las batallas, de los océanos y de los Diez Mandamientos. Luego me despedí de él, muy nervioso, y eso que era mi primo; el que me daba cada año el aguinaldo de ahijado. El hombre bueno que tuvo que vivir la tragedia de perder a una de sus hijas en la flor de la adolescencia. Nunca olvidaré su aguante aquella noche cruel; su ejemplo, que era el de un héroe de verdad, no el de un héroe del cine. Un héroe de tantos de una ciudad que se llama Ponferrada. Donde Roberto Freijo tenía un túnel de fantasía que le llevaba a las afueras de Los Ángeles. Y allí se fumaba un puro con Billy Wilder alguna tarde, yo eso no lo dudo.

CÉSAR GAVELA

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