Moisés da Pedra

Moisés da Pedra es, probablemente, el hombre más melancólico del Bierzo. De estado civil viudo, su mujer murió cuando él tenía unos cuarenta años. Moisés trabajaba entonces en la agencia del Banco Pastor en Villafranca del Bierzo, su ciudad natal y de residencia siempre. Fue por entonces cuando yo le conocí, estamos hablando de 2002. Yo había ido al Banco Pastor a cobrar un cheque de 80 euros, el importe de una conferencia literaria sobre el escritor Gilberto Ursinos que había dado en Paradaseca el día anterior, y allí saludé por primera vez a Moisés da Pedra, que en realidad no se llamaba así, sino Moisés López Piedra. Pero él, siempre romántico y misterioso, modificó el apellido.

Cuando le conocí él sabía lo de mi conferencia en Paradaseca, donde fueron al pie de diez personas, todo un lujo. Y me contó que había sentido mucho no haber podido ir, como pensaba, por una razón de fuerza mayor: “ayer fue en la colegiata la misa por mi mujer”, me dijo, “que murió hace justo cinco años”. Yo le di el pésame, le hablé con toda la cordialidad que pude y luego él me pidió que nos fuéramos a tomar un café al bar Sevilla, que el banco tenía poca afluencia en aquella mañana lluviosa de marzo, y además había otro trabajador en la oficina, un tal Ricardo, del que me dijo que era un hombre tan bueno como simple, que nunca entendía sus cuitas nostálgicas.

Así nació una buena amistad. Gracias a ella, yo he podido ir adentrándome en el alma de un verdadero campeón de la tristeza. Pero que nunca ha sido doblegado por ella. “He logrado vivir en la cara B de la vida con una gran dignidad” me dijo en alguna ocasión. “Porque la melancolía no se supera, ni falta que le hace”, añadió. “Lo importante es vivir con ella, tenerla como hermana, como amiga, no sé si como amante. Aunque sea una amante triste”. Luego se sinceró más conmigo y añadió: “conozco bien a las amantes tristes: así era mi mujer. Mi queridísima Isabel también lloraba un poco cuando hacíamos el amor, lloraba de pena quiero decir. Lloraba de sentir que el mundo no estaba bien organizado, y que incluso en el placer siempre había dolor. Porque se acababa. Y porque no era bastante, faltaba algo. Y ese algo nunca sabré lo que es, me decía ella”.

Le pregunté por sus estrategias para soportar la añoranza por Isabel, y me dijo que no las tenía: que su imbricación con la melancolía era tan fuerte, tan cálida, que se sentía bien. Que ya era casi feliz en la tristeza. “Eso es algo muy berciano”, añadió; “lo tengo bien comprobado. Y no me identifiques con el masoquismo ni con la locura; no. Yo estoy muy cuerdo y aborrezco las desviaciones psicológicas. Yo vivo en la tristeza con una gran sencillez y alegría, y ya sé que no entenderás bien lo de la alegría, pero es así. Yo creo que es mi mayor logro en la vida. Ser feliz en la soledad que no tiene remedio, que nunca lo tendrá porque jamás volveré a enamorarme, ni a vivir con nadie. Es más, me gusta saber eso, vivir así. Ser triste es una suerte, te lo digo yo”.

Luego nos despedimos. Desde aquella mañana de lluvia en Villafranca nos hemos visto algunas veces. Moisés da Pedra, que ahora está jubilado, sigue siendo el mismo. Y sigue sonriendo al fondo de la pena. Y la pena ya no exactamente pena, aunque Moisés no lo sabría explicar bien. Y, en todo caso, como siempre dice él: “¿qué más da?”

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