Goñi

Trabajaba en la mina, cerca de Matarrosa, pero un día le cayó un costero en la cabeza y lo volvió loco. Jubilado por invalidez, decidió instalarse en Ponferrada. Nunca supe su nombre de pila; tampoco si vivía con algún pariente.Él era un hombre más bien bajo, calvo y de piel muy cetrina. Llevaba unas gafas de ciego y su aspecto, en conjunto, no era malo.

En la ciudad puso en marcha su extraño desatino. Una mañana de mi adolescencia, allá por 1968, mis padres y yo lo vimos por primera vez. Era un hombre que, desde su banco en la iglesia de San Pedro, manifestaba una gran pasión por las ceremonias religiosas. Se sentaba en la primera fila y desde allí entonaba a grandes voces los himnos de la fe. Se le notaba muy feliz en sus cánticos, aunque incurría en una costumbre que incomodaba a los demás fieles: Goñi se adelantaba unos segundos en el inicio de cada verso sagrado; no aceptaba ir al mismo ritmo que los demás. Como si quisiera ser el guía.

Ese detalle me sorprendió un poco, pero él continuó siendo, a los ojos de la mayoría de los feligreses, un hombre de fe extremada, de ardiente catolicismo. Hasta que, envalentonado, empezó a entonar por su cuenta algunas canciones religiosas cuando no tocaba. Aprovechaba para ello, con gran soltura, los silencios del sacerdote que decía la misa. Y aunque todo era muy raro, los feligreses le seguían mansamente en sus músicas. De este modo las misas dominicales empezaron a durar casi una hora.

No tardaríamos mucho tiempo más en tenerle por un perturbado. Que convirtió las misas de San Pedro en un insólito espectáculo anarquista que alentaba sonrisas al principio, risas después, y abiertas carcajadas más adelante. Mis padres, que eran muy discretos, tampoco podían evitar el jolgorio. Para mí, como para tantos, aquello era una fiesta tan inesperada como sensacional.

Fue entonces cuando Goñi redobló sus habilidades. Desatado en su delirio, se permitía subir al presbiterio, y hacer allí recriminaciones litúrgicas al sacerdote, que casi siempre era quien luego fue diputado socialista, eurodiputado en Bruselas y gobernador civil de Pontevedra: José Álvarez de Paz. Las invectivas de Goñi descolocaban al cura, quien, hombre bondadoso y tolerante, resistía con paciencia franciscana aquel disparate que no dejaba de crecer. Tanto era así que una vez Goñi cogió un reclinatorio, y lo colocó delante del altar, arrodillándose él allí arriba, entre las ya incontenibles risotadas de los varios cientos de cristianos que iban cada domingo a la misa de doce, la más concurrida.

Era teatro del bueno y para mí Goñi era un héroe. Un día, sin embargo, los curas de San Pedro lograron convencerle de que no volviera más por allí. Ignoro si hubo alguna otra medida de presión. Goñi, entonces, aceptó su derrota y cambió de manía. La nueva consistía en ir por las calles con un enorme aparato de radio, que él utilizaba como si fuese una emisora de la policía. Se detenía en cualquier esquina, y después, serio y solemne, le hablaba al aparato indicándole la situación del tráfico en cada momento. Esta costumbre, por suceder en la vía pública, le atrajo algún que otro conflicto porque los chavales se burlaban de él, a veces con saña. Goñi, sin embargo, siempre se sintió ajeno a aquellas mofas.

Un día, hacia 1970, desapareció de la urbe. Pregunté por él y me dijeron que lo habían internado en el manicomio de León. Y allí murió, años más tarde. Pobre Goñi, tuvo poca suerte en la vida. Pero él le plantó cara con lo único que le había dejado aquella piedra maldita que le desbarató el entendimiento en una galería minera: con su locura voluntariosa, inofensiva y tierna.

CÉSAR GAVELA

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