Cataluña como síntoma, religión política o esperpento. I. Desprecio de la historia

Comencemos con un famoso verso de Rimbaud: “Ha sido encontrada./ ¿El qué? La eternidad./ Es el mar ido/ con el sol”. Y buscando ese mar estamos: democracias bastante acreditadas están, una vez más, perdiéndose en las etéreas ensoñaciones que dan a luz el engendro de la eternidad o un nuevo Paraíso en la Tierra. Pero sabemos, por el pasado, lo que eso significa: agua marina que se evapora con el Sol. Y sabemos, por la historia, hacia dónde derivan: hacia la barbarie, como se va comprobando. Estamos, otra vez, ante la viejísima encrucijada histórica: o la escéptica aceptación de la democracia (llena de deficiencias y limitaciones), o la ensoñación milagrosa. Después de unos 80 años de calma y estabilidad relativa de aquello que se llamó el siglo socialdemócrata –una comodidad y complacencia similares a la tranquilidad y seguridad supuestamente eternas de la que hablaba Stefan Zweig cuando explicaba el mundo de sus padres a finales del siglo XIX–, nos encontramos ante una nueva tormenta histórica. Estamos en los albores de aquello que Jacob Burckhardt –tan coetáneo y contrapuesto a Marx– llamó crisis históricas, es decir, “procesos de gran aceleración” y cambios medulares que hacen que el mundo pierda el rumbo sin que él mismo sepa a dónde se dirige. Dicho sea de paso, la famosa crisis económica de 2008 no fue, como tanto se ha repetido, una mera crisis económica, fue más bien el enorme trueno que confirmaba la crisis histórica en la que nos encontrábamos. Lo ve cualquiera: está naciendo otro mundo. Nuevo quizá como ningún otro antes. Un cambio quizá sólo comparable al paso del Imperio Romano al Cristianismo.

Por simplificarlo, estamos en la transición del socialismo –último gran mesianismo histórico– a una densa penumbra que llamamos Poshumanidad. Que no sabemos en qué consiste. La imaginamos llena de replicantes y robots que podrán pensar, hologramas de nosotros mismos, inteligencias artificiales y un conocimiento, unos sentimientos, una estética y una ética que seguramente nada tendrán que ver con lo conocido. Asistimos al nacimiento de algo que podríamos llamar la Poscristiandad: un mundo ya no cristiano y, probablemente, tampoco racional, al menos en el sentido del racionalismo occidental moderno. Puede que estemos ante el inicio del fin del Estado-Nación –no por fragmentación, como hasta ahora, sino por fusión– y ante el nacimiento de una especie de Estado-Continente (si no se quiebra por accidentes o torpezas propias) que sería como un primer paso hacia algo muy nebuloso que se entrevé en el lejanísimo horizonte: una especie de Estado Universal como el que intentó en su día el cristianismo hasta que Lutero lo abortó. Estamos, como tantas veces ha estado el mundo, en medio del “ya-no” del presente y el “aún-no” del futuro. Como advirtió hace bastante tiempo Ernst Cassirer, “en la política se vive siempre sobre suelo volcánico”. Y en ese suelo explosivo nos encontramos. Lo que quiere decir que ese gran escenario que es la historia no tiene más guion que su condición caprichosa, azarosa, frágil, fugaz e imprevisible, y de esa forma se vuelve posible no sólo lo imposible sino lo impensable. Como señaló Paul Valéry al explicarnos en 1919 “la agonía del alma europea”, “las más bellas cosas y las más antiguas, y las más formidables, y las mejor ordenadas pueden perecer por accidente”. Y sigue, “el abismo de la historia es suficientemente grande para todo el mundo…, una civilización tiene la misma fragilidad que una vida”. Las civilizaciones son mortales. Ya mucho antes Pierre Bayle nos había recordado que vivir es entrar cada mañana en un bosque lleno de peligros, por lo que procede pedirle a Dios “el abrigo de la prudencia”. Pero nosotros ya no creemos en Dios, y menos todavía en la prudencia. Somos –o nos creemos– nuestros propios dioses. Lo formuló brillantísimamente Martin Heidegger: los ciudadanos modernos no quieren más que vivir en el relax y las satisfacciones y así se han convertido en una “mediocridad que se ha elevado a sí misma a Dios”.

Cuando se cumple un siglo de aquel comienzo esperanzado que fue la República de Weimar y poco más de cien años de la terrible Revolución Bolchevique, bellos o pérfidos sueños que le costarían a Europa millones de vidas, a esa mediocridad autoconstituida en Dios que es el hombre actual –narcisista, frívolo y soberbio– le ha parecido una buena idea ponerse a jugar con la historia como si el tigre fuera un gatito. Y así, ni cortos ni perezosos, unos muy ocurrentes ciudadanos del Reino Unido, Italia o España consideran que éste es un buen momento para gastarle bromas al destino y hacer experimentos con las soberanías nacionales: el Brexit, el Catalexit, el Italexit, más los populismos/nacionalismos de todos los colores. La solución “brillante” que se les ha ocurrido se llama separación. Unas son separaciones altivas y despectivas: “America First”; otras, de élites nostálgico-crepusculares: el Brexit de Boris Johnson y sus “geniales” antecesores; y otras, como el separatismo/secesionismo vasco o catalán, son de escopeta nacional, es decir, un reflejo delirante, esperpéntico y chapucero de las otras. Todos ellos se alimentan de magias políticas que ofrecen soluciones milagrosas y cielos prometedores llenos de mentiras. O sea, fake news. La idea “prodigiosa” que venden es ésta: consideran más fácil salvarse de un naufragio histórico nadando solos en medio de olas gélidas y gigantes que permaneciendo abrigados en una modesta barquichuela, llámese España o Europa.

Engaños e ilusiones aparte, la realidad es que seguimos sentados sobre el mismo volcán, y, como nos empeñemos, hasta tendremos ocasión de comprobarlo. Pero, de momento, preferimos olvidarlo. Al fin y al cabo, somos una época pueril y prepotente, combinación más explosiva que la pólvora. A nuestro tiempo le encanta lo histriónico: lo friki, las incongruencias, los malabarismos lógicos, las inconsistencias, convertir a los peores sujetos en grandes redentores y a los verdugos más crueles en víctimas desgraciadas, nos gustan los payasos y las payasadas y sobre todo aplaudir y aplaudirse. Payaso fue Mussolini, por citar un caso palmario; lo fue también Hitler, aunque lo pinten de genio: histriónico en formas, en gesticulaciones, en su hipertrofiada retórica, en ideas políticas y en acciones. Lo son también, y en altísimo grado, Boris Johnson y Donald (nombre de pato) Trump. Por no hablar de Puigdemont y de su sucesor, a título de “Augusto” (de circo), el señor Torra. En estas situaciones de crisis, el pueblo se vuelve, más pronto que tarde, entusiasta adorador de los más osados payasos. A este gangoso menosprecio de la historia lo llaman ahora “disponibilidad heurística”, lo que viene a significar olvidar lo incómodo o molesto, por ejemplo, el gigantesco depósito de crímenes, locuras y desastres que fue el siglo XX. Escribió La Rochefoucauld: “ni al Sol, ni a la muerte se les puede mirar fijamente” a la cara. Tampoco al siglo XX. Como avestruces, pensamos que “perfumando” abundantemente nuestra memoria (desmemoriada) y lo acontecido (digamos el nacionalismo, el estalinismo, el nazismo, los fascismos, ETA o los desvaríos secesionistas) se vive más plácidamente. Nos sentimos en una especie de presente eterno y pensamos, encima, que lo tenemos controlado.

Nadie lo dice, pero el Brexit ha sido nuestro Atentado de Sarajevo. Incruento desde luego, e incomparablemente menor en consecuencias (al menos de momento, aunque ya veremos), pues de algo nos tenía que servir haber pasado dos veces por el infierno, o sea por dos guerras mundiales. Pero como chirrido gripado de la historia, como señal indicadora de que se abre no sólo una nueva época sino incluso un nuevo “eón”, ambos sucesos tienen bastantes equivalencias. Escribió T. S. Eliot hace casi un siglo: “así es como acaba el mundo/ no con un estallido sino con un quejido”. Conviene hacer memoria en medio de tanta desmemoria: un par de disparos destruyeron a Europa, un continente que, en solo 30 días, pasó de ser el mundo absolutamente seguro de Zweig a convertirse en un lugar infernal en el que aconteció la mayor tragedia que habían visto los siglos. Eso es lo que suele pasar cuando se juega “alegremente” con el “gatito”.

Tras ochenta años de calmada “eternidad”, con la experiencia y la memoria de las guerras cada vez más borrosa, nos hallamos ante una de esas “mareas del destino” (Humboldt) que llegan desatadas por las poderosísimas fuerzas ocultas de la existencia. Crédulos y complacidos por la “eternidad” socialdemócrata, en la que el futuro siempre era una especie de eterna repetición del cómodo presente, creímos, llevados por un estúpido narcisismo de dominadores de la creación, que teníamos domesticada a la historia, de forma que a este peligroso felino no le quedaba más remedio que comer mansamente de nuestra mano. Una ensoñación conseguida a base de los sedantes elixires hegelianos/marxianos. En realidad, estamos otra vez ante el viejísimo y temible enemigo: la fuerza ciega de la historia. Como tantos clásicos advirtieron. Edward Gibbon: “la historia es poco más que el registro de los crímenes, las locuras y desgracias de la humanidad”. Voltaire: “La historia no es más que el cuadro de crímenes y de desdichas”. El hecho es que el gran monstruo está de nuevo aquí, tan violento e imprevisible como siempre, y luciendo su eterno código genético: el capricho, la peor arbitrariedad, el azar y una crueldad que desconoce cualquier compasión.

En esa situación tan delicada sería muy recomendable que nuestros dirigentes se comportasen con cierto escepticismo, mucha cautela y clara conciencia de la propia contingencia. Pero nada de eso ocurre con estos nuevos vates de la salvación del mundo que creen haber descubierto las leyes “secretas” que rigen el destino humano. Vana fatuidad. Ese desprecio a las tragedias acontecidas y a las fuerzas de la historia es una forma estúpida de engañarse, una manera –falsísima– de “dar sentido al sinsentido” (Theodor Lessing). Supone incurrir en aquella prepotencia que ya fustigó Homero: dar gracias al cielo por valer mucho más que nuestros antepasados, lo que es una patraña oceánica. Y en ella estamos, solazándonos en dogmas agotados y en viejas recetas periclitadas. Entregando el poder de decisión y de actuación a unos mediocres que tienen un gusto vicioso por la alquimia política (cuanto más osada, mejor) y una estima patológica por los credos étnicos más absurdos y “mesiánicos”. Estamos poniendo el mundo en manos de trileros que corren por la época sin calibrar los riesgos enormes del presente. A esos ciudadanos tan “sobrados” les vendría muy bien leer el impresionante discurso de Poggio ante la Roma en ruinas que recoge Gibbon en su Decadencia y caída del Imperio Romano para hacerse una idea de la fugacidad de lo invariable y de los dramas que desatan las irracionalidades.

Contra lo que se repite todos los días, Cataluña no es primordialmente un problema catalán. Tampoco de historia o de patologías catalanas –por repetitivas y cansinas que éstas sean desde hace decenios–, aunque sea todo eso y lo sea de una forma especialmente grave y peculiar. En puridad, tampoco es primordialmente, aunque secundariamente lo sea, un problema de nacionalismo como le gusta repetir al presidente Emmanuel Macron, quien ya ha advertido varias veces contra esa vieja lepra. Advertencia que había hecho ya antes un antecesor suyo, François Mitterrand: que formuló aquella famosa frase de que el nacionalismo “… c’est la guerre”. El nacionalismo no es raíz, sino una secuela del estado de nuestro presente y una consecuencia de ciertas constantes de la condición humana. Brexit y Catalexit son síntomas evidentes del presente: espejo “pseudoexquisito” el uno, espejo grotesco el otro, pero demostración evidente los dos de nuestra gran desorientación histórica. La secesión de Cataluña, nuevo tipo “virtual” de golpe de Estado o de revolución 2.0, no es sólo un atentado al orden constitucional de España, lo que ya en sí mismo es gravísimo. Entre otras razones, porque supone arrebatarle al verdadero depositario de la soberanía nacional, el conjunto de los ciudadanos españoles, el derecho a decidir. Pero esa secesión es aún más grave porque consuma un ataque, más o menos descarado, a la idea y realidad de la Unión Europea, que, como dijo muy bien hace un par de años el entonces ministro de Hacienda alemán Wolfgang Schäuble, es la idea política más importante del siglo XX. Pero la cosa es todavía peor, si cupiera: esa secesión –que es mucho más que “virtual” o “imaginativa” digan lo que digan ciertos tribunales– es síntoma manifiesto de la reaparición alarmante del viejo arsenal de patologías y pulsiones enfermizas que llevaron al mundo a las mayores catástrofes de su historia. Estamos ante una nueva erupción de los mesianismos populistas con todos los sofismas, mentiras, falsificaciones, desprecio de la lógica y grotescas fantasías propias de esos mesianismos. Estamos ante la reaparición peligrosísima de lo que el olvidadísimo Carl Christian Bry llamó, en los días de surgimiento del nazismo, “religiones disfrazadas”, unos “artefactos” que llevan consigo el rechazo radical de lo existente y una entrega ciega a supuestas regeneraciones milagrosas.

Con el debido respeto a todo el mundo, esos nacionalismos y populismos que deforman y carcomen otra vez el rostro de Europa son, innegablemente, un mal muy grave y ruidoso, pero, por mucho que lo sea, no es más que un síntoma de tumoraciones más profundas que están devorando al mundo. El cáncer destructor es el de siempre: los romanticismos políticos que, como sabemos desde Aristóteles, infectan una y otra vez a las democracias y que, cuando se consiente que la enfermedad progrese, acaban destripándolas. Ese es el monstruo: el surrealismo político, que ahora se llama posverdad. Estamos en medio de otra irrupción/erupción de ese viejo surrealismo que fue el que precedió a la Gran Guerra y el que desencadenó en los años 30 la llegada al poder del nazismo.

Ese mesianismo romántico se revela con toda ostentación en un famoso texto de Richard Wagner, El arte y la revolución: “…el viejo mundo se está derrumbando, uno nuevo va a emerger de él, pues la suprema diosa Revolución se acerca bramando entre las alas de la tormenta… Ruge la eterna madre rejuvenecedora de la Humanidad, recorriendo aniquiladora y dichosa la Tierra…”. Y unas líneas más adelante: “¡Yo [la Revolución] soy la eterna rejuvenecedora, la eterna creadora de vida!, donde yo no estoy, está la muerte. Soy el sueño, el consuelo, la esperanza de los que sufren. Destruyo lo que existe y allí a donde voy brota vida nueva en la piedra muerta… Todo cuanto existe tiene que desaparecer, esa es la ley eterna de la Naturaleza, esa es la condición de la vida, y yo, la eterna aniquiladora… quiero destruir desde su raíz el orden de las cosas en el que vivís, pues ha salido del pecado, su flor es la miseria y el delito su fruto; la semilla ya ha madurado, y yo soy la podadora. Quiero destruir toda vana figuración que ejerce poder sobre los hombres. Quiero destruir el dominio de uno sobre los demás, de los muertos sobre los vivos, de la materia sobre el espíritu; quiero despedazar el poder de los poderosos, de la ley y de la propiedad. Que la propia voluntad sea quien domine a los humanos, el propio deseo su ley única, la propia fuerza toda su propiedad, pues lo sagrado es sólo el hombre libre, y nada hay más alto que él…”.

Ahí está ya el furor rabioso de la destrucción, el odio al orden y al sistema (a cualquier sistema), la ilusa fe en la regeneración milagrosa de los pueblos. Podemos consolar nuestros ojos y mentes con mil análisis más o menos defendibles, pero eso no nos servirá para parar las tempestades que nosotros mismos estamos desatando. Contra lo que se cree, las democracias modernas son más frágiles, mucho más “perecederas” o aniquilables de lo que parece. Entre otras muchas razones porque son atacadas, cíclicamente, por graves enfermedades del espíritu, contra las que poco puede hacer la Razón debido a que, como señaló agudamente David Hume, eso es como querer “parar el océano con un haz de ramas”. Desactivada la Razón, las democracias se entregan a las peores “herejías políticas” y a las plagas que propagan ciertos “clérigos demasiado diligentes” (también Hume). Entonces, los países corren aceleradamente a entregarse al “imperialismo de lo irracional” y acaban convirtiéndose, total o parcialmente, en apóstatas de la democracia. Como se está viendo en Cataluña, en Francia o en ciertos sectores despóticos de los Estados Unidos de Trump, donde reina el tuit enloquecido y un circo lleno de mentiras y de engaños. En esos lugares los deseos más surrealistas se están convirtiendo en derechos y en realidades aberrantes. Justo es decir que a este estúpido voluntarismo le dio un empujón decisivo aquel presidente “místico” llamado Barack Obama, que enunció el “Gran Dogma” de esta “nueva herejía” y puede que de este tiempo: “yes, we can”.

Ni el Brexit, ni Le Pen, ni Cataluña son averías circunstanciales de la maquinaria política. Cataluña es sólo la señal española –desde luego, con su carga de drama y opereta– del penoso “estado del espíritu de nuestro tiempo” (Karl Jaspers). Lo formuló maravillosamente Eliot: “somos los hombres huecos”, es decir, con “la cabeza llena de paja”. Parafraseando a Hegel, Cataluña es clara señal del absurdo de nuestra época. Señal que marca además la profundidad de nuestra noche. Síntoma también de las poderosas fuerzas oscuras que determinan nuestro presente: la estulticia propia, nuestra soberbia infantiloide, la eterna pulsión humana a todas las “milagrerías” que rebrotan en cuanto llegan circunstancias especialmente difíciles. En ese irracionalismo romántico está metiéndose el mundo y especialmente Cataluña, convertida en una “realidad ficticia”, es decir, en un esperpento o ficción irreal llena de profetas del paraíso-nación (viejo invento), vates políticos, supremacistas absurdos que anuncian milagrosos crecepelos y “sistemas de salvación” colectiva. En una palabra, en un lugar en el que “la tierra [va] a ser toda paraíso” (Milton). Y otro tanto puede decirse del País Vasco post-terrorismo, fábula que trata de vender una mercancía averiada, una tumoración maquillada con toda clase de falacias, un nacionalismo supuestamente sano que, en realidad, es un anacrónico feudalismo despótico en el que reina como primer imperativo la fabulación inventada o “revelada” por un viejo vate visionario.

En esas umbrías “mistizoides” es donde florecen los mesías y los mesianismos infernales del pasado: el nacionalismo venenoso, el secesionismo epiléptico, el racismo supremacista de la etnia sagrada, el despotismo arbitrario o el culto idolátrico a unos Führer que, por degradación, va pasando de Pujol a Puigdemont y de éste a un tal Torra (en una derivación psiquiátrica que sólo resulta invisible para la propia ceguera), o de Arzalluz a Urkullu y otros compadres (siempre disfrazados de caballeros “razonables”). Estamos, otra vez, en el intenso recrudecimiento de la guerra eterna entre Razón y Sinrazón. Asistimos a otra furiosa embestida contra la racionalidad occidental, invento grandioso nacido en Grecia que nos convirtió en sociedades civilizadas. Los países vuelven a escuchar embelesados a estas nuevas sirenas seductoras que cantan la vieja cantinela de la progresión por retrogresión, es decir, la vuelta al pasado y de paso la voladura de los puentes y caminos que deben conducirlos al futuro para entregarse encantados, como adictos que son a las más fantasiosas mitologías, ficciones y ensoñaciones, a populismos, teologías políticas o separatismos románticos. Místicas todas que nunca se sabe en qué periferia saltan, ni quiénes son los príncipes o cenicientas que las ponen en marcha, pero que se sabe con absoluta certeza cómo acaban: en estallidos de sangre y de violencia. Y es que, como formuló el magnífico Odo Marquard, “los comandos de explosivos son propios de las retiradas”.

Luis Meana

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