Adriano Morán

Conocí a Adriano Morán en 1972. En el despacho de mis tíos Celso y José Ramón López Gavela, que fueron por un tiempo sus abogados. Tanto el despacho como la vivienda de Adriano Morán estaban en el mismo edificio, el más antiguo y armonioso de la plaza de Lazúrtegui, y que allí sigue, enfrentando la avenida de España. Nada que ver con los poco afortunados mamotretos que se fueron levantando después. Adriano Morán, un hombre ya mayor entonces, con una mirada inteligente, era un mito para mí, tenía que serlo. Porque era el dueño de los cinco cines de Ponferrada, y en aquel tiempo no había nada que pudiera competir con la felicidad que ofrecía un cine. Eran los lugares de la libertad y la alegría. Porque la televisión era poca y mala, y porque el resto de la oferta cultural era nula. Los cines eran la puerta a la dicha. El lugar por el que nos colábamos en Nueva York o en el desierto de Gobi, en los mares del Sur, en París, en Roma o en el salvaje y fascinante Far West. Y todo eso sucedía en los recintos de don Adriano.

 

Ya en los años treinta, había levantado un teatro, el Edesa, en la plaza de Lazúrtegui, que financió con el apoyo de otros socios, entre ellos mi señor abuelo Segundo, que aportó una pequeña cantidad. El Edesa era un gran buque de cine y de teatro, de flamenco y cuplé, de conciertos y variedades. En su entresuelo tenía el mejor mirador urbano del barrio de la Puebla. Desde allí se veía el palpitar de la plaza de Lazúrtegui, ya entonces, como ahora, el centro de la Ponferrada moderna. Más tarde, ya en la postguerra, se abrió el cine Morán, en la avenida del Camino de Santiago, desde donde se llevaba la gestión de las cinco salas. Por aquel tiempo también abrió el más pequeño y agradable Bérgidum, el único que sobrevive, ahora gestionado por el ayuntamiento de un modo que cabría decir ejemplar, durante las casi tres décadas que lleva rehababilitado. A principios de los años 60 se inauguró en el tumultuario cine Sil, que nació con hechuras industriales, como una nave descomunal y sin gracia, de precios más baratos y pensado para un público más popular. En Flores del Sil.

 

En estos días se homenajea la memoria de la quinta y última sala que creó Adriano Morán, la que lleva su nombre de pila. Surgió en los años sesenta, y lo hizo con otro marchamo. Era más lujoso, pese a lo complicado de su acceso, y ofrecía más funciones de teatro. Las mejores compañías de Madrid venían al Adriano.

 

Pero todo este imperio empezó a desmoronarse mucho antes de lo previsto. Los cambios sociales, enormes en los años setenta, desbarataron el lucrativo negocio de la exhibición del cine en toda España. Y en Ponferrada aún más y peor. Una catastrófica gestión económica llevada a cabo por quienes sucedieron al pionero Adriano, derribaron en muy poco tiempo una empresa floreciente. No olvidemos que tenía el monopolio del cine en la capital del Bierzo e incluso alguna sala más en Cacabelos. Y aunque es cierto que los cines comenzaron por entonces su severísima crisis, pocos desaparecieron con tanto estrépito.

 

No sé si Adriano Morán llegó a ver tan lamentable desplome, puede que no. Pero sí lo vimos los demás ponferradinos. Con pena y desconcierto. Pero eso no afecta al talento empresarial de aquel Adriano Morán que había sido hombre modesto, que se buscó una vida diferente después de haber sido panadero muchos años; tarea que compatibilizó con el cine algún tiempo. Un aura de panadero que tal vez no la perdió nunca. Tampoco su vocación por los negocios. Panadero cordial al otro lado de la barra. Vendiendo pan y luego vendiendo sueños en sus cines. Ponferrada está construida, además de por la minería y por la historia, y por tantas iniciativas, gentes, mundos y sueños, también por el medio siglo de cine intenso y feliz que nos trajo don Adriano.

 

CÉSAR GAVELA

 

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